Durante el milenio, en el cielo, habrá algunas grandes sorpresas. Una de ellas puede ser el momento cuando el profeta Isaías, dando vuelta una esquina en las calles de oro de la Jerusalén celestial, choque con una cierta persona. Cuando se hayan dicho todas las disculpas del caso, los dos se mirarán con más detenimiento y, de repente, Isaías se dará cuenta, con asombro, de que está mirando el rostro de Manasés, el mismo rey que muy probablemente fue quien lo mató miles de años antes.
De acuerdo con la tradición judía registrada en el Talmud, Isaías se escondió en un árbol, al huir de Manasés, pero fue traicionado por el borde de su manto, y el árbol fue aserrado por la mitad por orden de Manasés, matando al profeta. Hay un eco de esta tradición en Hebreos 11:37, 38, que describe los sufrimientos de los profetas del Antiguo Testamento.
Uno puede imaginarse a los dos hombres sentados por allí junto al río, cerca del árbol de vida, mientras Manasés le cuenta a Isaías la historia de la gracia de Dios: cómo fue capturado por los asirios y llevado a Babilonia, donde finalmente se volvió a Dios y se arrepintió de sus caminos.